domingo, 30 de julio de 2017

Presentación de Travesía, de Fernando Valli


Les compartimos el texto de la presentación del libro Travesía de Fernando Valli, último libro de la Serie Poesía publicado por Ediciones La Yunta.


Alguna vez me pregunte si un libro podía transformar el mundo, por supuesto que recurrí a ejemplos magnos como El Contrato Social, La Biblia y/o El Capital pero aun así no estaba convencido de que los hechos de discurso hicieran de parteros de los hechos históricos.

Después busque moderar la pregunta y pensé por ejemplo en Las Penas de Amor del joven Werther que llevo a un record de suicidios pero también luego me respondí, contra mí mismo, que esa época era proclive a tomar románticamente esos actos sin suponer que el protagonista no quedaría enterado de la dimensión sensible de su muerte.

Pero de alguno obtuve una certeza: escribir un libro transforma a un sujeto, lo performa, lo hace escritor, le da una vía de existencia, lo hace consistir. Pensé entonces también en el poder de la palabra, en como unas líneas pueden convertirse en líneas de fuerza.

No cuento esto para contarles mis divagaciones, sino para contarles sobre un libro, sobre este libro que no por nada (aunque Fernando Valli suponga que pudo haber sido una elección gustosa pero también azarosa) sobre este libro que comienza con una cita de Stevenson el autor de la Isla del tesoro.

 La cita al comienzo del libro es, más allá del juego de palabras, un encuentro. El encuentro con una elección que en este caso para mí que me coloco como autor desprevenido, es el comienzo de aquello que después seguirá como una travesía. La cita dice: “el valiente volvió las espaldas al cocinero y echó a andar hacia la playa”.

Hay alguien que toma distancia y empieza a transitar playa, arena, palabras, colinas, aunque eso es lo de menos en tanto que hay un recorrido y hay un relato de ese recorrido.

En ese sentido Travesía mantiene la tradición y la dignidad de dos relatos que toman un trayecto como un tractus, como un tratado, como un tramo. Y cada uno hace del trayecto una experiencia. Y como ustedes saben solo se puede hablar de experiencia cuando se desprende de un hecho una enseñanza.

Uno de estos relatos es La Odisea en donde como suele suceder hay un protagonista que se enfrenta con un destino y quiere arreglárselas de alguna manera. Así es que Ulises para no hacer como los otros viajeros, además de taparse los oídos se ata al palo mayor de la embarcación y resiste el canto de las sirenas, de las mujeres peces que terminarían por devorarlo. Y Fernando Valli, autor de la odisea de escribir un libro, dice en uno de sus últimos poemas precisamente: “en los bordes de la ciudad lejos del canto de las sirenas pululan los gritos y otras sirenas…”

Y el otro relato es On the way, En el camino, de Jack Kerouac, demasiados siglos separan uno de otro texto, pero son equivalentes en lo que hace a la dimensión de la travesía como relato de una enseñanza que forma una experiencia. Y Fernando Valli, autor de un libro que dice de un camino, escribe “viaje épico a la isla de donde partimos”.

La travesía de Fernando Valli incluye cuatro estaciones, cada una tiene su clima pero en el sentido de que si bien una retórica persiste, hay tratamientos de diferentes territorios que pueden ir desde un paisaje desolado,” una punta de piedra retiene el relato”, a una geografía que hace estampa con el mar : “ flotando mi barca en un lugar cualquiera”, la esperanza de un destino en esa navegación de otras páginas: “ ¿nos guiará la rosa de los vientos al deseado lugar”? .Si el destino no es solamente una línea inexorable sino como dicen los lugares de embarque para las travesías, un punto de llegada, ahí donde un libro antes de su índice concluye, el lugar al que se arriba tiene la dimensión de un cuerpo de mujer que no importa en qué condiciones o desde que orígenes, dice Fernando Valli, “se sincera floreando”.

Aunque solamente un segmento se autodenomine Épica, todo el libro está marcado por un cantar de gesta que no necesariamente debe ser grandilocuente. Por el contrario en las líneas de Travesía lo que toma la voz tiene un tono despojado, como debe ser el de alguien que relata un acontecimiento. Y un hecho de discurso cuando resulta así, es un acontecimiento. Y eso es lo que puede encontrarse en este libro.

En Enrique IV de Shakespeare, el Capitán dice: “Tan agitados como estamos, tan pálidos. Encontramos un tiempo para la paz, para jactarse. Y respirar acentos de viento, para comenzar en las filas lejanas”.

Quizás como el personaje de Stevenson cuando se echa a caminar, quizás cómo Fernando cuando con pericia y delicadeza conduce la travesía con el timón de sus poemas. Alguna vez, alguien me regaló y está en el escritorio de mi consultorio, una agenda que dice  “nadie sale como entró”. Esto mismo, esta leyenda, palabra que viene de lectura, puede aplicarse a este 




viernes, 12 de agosto de 2016


Poesía en la terraza


El próximo viernes 19 de agosto se realizará un nuevo encuentro del ciclo de lecturas "Poesía en la terraza".
Poetas de distintas generaciones se reúnen, una vez al mes, en la terraza del Conti, a pasos de su librería, para compartir una tarde de lectura y reflexión. Por segundo año consecutivo, el ciclo busca seguir consolidando al Centro Cultural como un espacio de encuentro y transformación -en este caso- a través del cuerpo y la palabra.
Participarán: Roberto Raschella (escritor e integrante de Ediciones La Yunta) , Julia Magistratti, Andi Nachón, Mariana Suozzo y Horacio Zabaljáuregui.
Música: Serkan Yilmaz
Entrada libre y gratuita.


martes, 12 de abril de 2016

Presentación "Parto, un tríptico" de Moira Irigoyen, por Gloria Peirano


La vida adora lo nuevo.
Moira me dijo esto hace poco, es una cita de una novela, creo que de Michael Cunnigham. Nos hemos citado mutuamente tantas veces lo que leímos, que ese entramado de lecturas y de escritores que recorrimos es como el vaivén de una hamaca que acompaña la amistad, paralelo, delicado. Muchos años atrás me leía por teléfono párrafos enteros de algo que acababa de descubrir. Edith Warthon, Lorrie Moore, Anita Brookner, y el listado atraviesa los años, ya se convierte inmediatamente en lejano vaivén de hamaca. Una vez me dijo: “la nuestra es una amistad fundamentalmente telefónica”. Sí, me dejó perpleja. Párrafos leídos por teléfono, un sábado a la mañana, un lunes a la tarde, antes de una fiesta, después de acostarse. No solo escritoras, sino también escritores. Pero fundamentalmente escritoras, en general inglesas o norteamericanas: Doris Lessing, Flannery O`Connor, Carson Mc Cullers.
Hace un tiempo ha cambiado la modalidad, ha virado hacia cierto minimalismo y me suelta frases que ha leído. Ahora usa el WhatsApp y se irrita un poco si, como dicen mis hijas, le clavo visto y no le contesto enseguida. Lo cierto es que yo permanezco un momento con la frase en la cabeza, suspendida en el impulso ascendente del movimiento, y después la conversación sigue por otros recorridos, y más tarde la vida propia también sigue por sus circunstancias, pero hay algo que permanece, varios días, hasta que se inicia el inevitable movimiento descendente, y luego se difumina, más tarde se deshace.
Que la vida adore lo nuevo es, claro, una buena noticia. Una noticia que ella me da, como si me mostrara de golpe, en mitad de un día trajinado, una naranja sagrada sobre su regazo, que me invita a contemplar. Convengamos que hay que tener una voz para leer párrafos o acercar frases de ese tenor. Hay que tener una voz para decir: “la vida adora lo nuevo”. Aquellos que queremos a Moira sabemos de la particularidad de su voz. Me refiero a su voz estrictamente física, que es aireada, ligeramente ronca, que estira las enes al final de las palabras como canción o Ninón. Tengo las suficientes horas de vuelo telefónicas y en presencia para encontrar los adjetivos que la describan y califiquen. Pero como en esas horas ella me leyó párrafos literarios, en honor a esa espléndida circunstancia de la vida, hablaré entonces del vaivén, específicamente. Todo aquello que uno puede hablar del complejo vaivén de una voz literaria poderosa, cercana, en el ajustado y preciso formato de la presentación de un libro.
“Han pasado varios días y los días, el tiempo, la experiencia del tiempo, ha ingresado en una zona distinta. Aquí las palabras tienen un régimen distinto, no las liga la cacofonía o la belleza, sino una exactitud que no deja de asombrarte, la precisión con que la materia se abre paso por el canal de la vida”, dice el narrador de Parto, el último relato y el que le da nombre al libro.
Parto, un tríptico, contiene tres cuentos de largo aliento. Ya en la extensión de cada uno se advierte la decisión de un fluir narrativo que apuesta al florecimiento de algo que se macera en la lectura, y que vuelve sobre sí mismo, como un vaivén, en el sentido en que Moira apuesta fundamentalmente a la forma del lenguaje, a una escritura en la que la trama funciona como impulso narrativo para, precisamente, permitir que se alcance y se desarrolle una voz. Una voz extensa, de intensidad notable, que circunda y merodea hasta rodearla, sin definirla nunca, la experiencia del tiempo. Diría: la experiencia femenina del tiempo. Diría más, ya que estoy: una experiencia femenina del tiempo que parece dialogar, para mí, con estos versos del poeta Mark Strand, que ella perfectamente podría haberme leído hace unos años:

Todos tenemos razones 
para movernos.
Yo me muevo
para dejar las cosas intactas.

La voz de estos relatos no delimita, no cierra, no ajusta, recorta hábilmente, para que parezca que no lo está haciendo y, por sobre todo, lo que defiende denodadamente, esa voz aireada y ronca, es el fluir. La voz se empeña en dar cuenta de aquello que fluye, de la percepción de lo que se mueve en el tiempo. Hay desplazamientos espaciales en los tres relatos, pero de lo que se habla fundamentalmente es del movimiento en el tiempo. Y aquello que la voz dice es que para que haya algo nuevo, para que siempre se configure, de alguna manera, la particular experiencia de lo nuevo, hay que moverse. En esto es implacable. La voz aireada y ronca se mueve no solo para dejar las cosas intactas, sino para inventarlas intactas. Tal vez ese sea uno de los gestos más profundos de la literatura que Moira y yo nos presentamos mutuamente, compartimos, discutimos, traficamos, en persona, por teléfono, por mail –hubo una época de mails casi diarios entre nosotras, “el formato mail”, como ella lo llamaba, “¿volvemos al formato mail, glorieta?”, me invitaba, en el formato conversación telefónica-, que nos une desde que éramos estudiantes de Letras. Además de presentar su libro hoy, quiero agradecer ese puente entre nosotras tendido permanentemente, como una marca de agua, sobre ese fluir.
“Hay que decir que Marcia siempre bautizó bien”, dice el narrador de Todos los gatos descienden de los faraones. “Cuando lo llamó Geniol a Geniol –eso tienen los nombres, cuando son buenos se incrustan a las personas como abrojos y ya no hay manera de separarlos- todos largamos la carcajada”.
Lo que la voz se empeña en dejar intacto y en inventar intacto es la posibilidad de la perturbación profunda, y para que la perturbación se produzca el movimiento no debe cesar. Ese imperativo parece constituir, como un destino o un sueño dirigido, a los personajes principales de los tres relatos: en Todos los gatos descienden de los faraones, Jorgito avanza hacia el pasado, de la mano de Marcia, hasta encontrar que ese pasado está cerrado –y esto es lo inesperado- delicadamente sobre sí mismo. En Su Majestad, el Océano, la protagonista narrada por una íntima segunda persona decide abandonarse a la intemperie, a cada detalle de una intemperie majestuosa en su crueldad, hasta cruzarse con el rostro de la muerte. En Parto, una mujer se sube a un avión y se va de viaje con su madre para vislumbrar el riguroso magma de su propia maternidad. Son personajes que, de algún modo, conservan una naturaleza original que se mantiene intacta, un papel asignado en un drama que no puede ser cambiado ni es tampoco intercambiable.
La voz los acompaña, los rodea, los sigue en el recorrido con la respiración más cercana, por momentos, a una novela breve que a un cuento, como si los límites del género llegaran a tensarse, exactamente del modo en que una frase como “La vida adora lo nuevo” hace florecer de golpe la pantalla de un teléfono celular, esté donde uno esté, en cualquier instante – se trata, ya lo dije, de la experiencia femenina del tiempo- del movimiento.
Esta semana estuve a punto de escribirle un mensaje a Moira que reprodujera una frase que no olvidé de Parto, el último relato. Nos mantuvimos en silencio esta semana, de modo que se la diré acá. El lunes estuve en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, en el bar al aire libre. En ese espacio, por motivos que no puedo explicar, encuentro un lugar en el mundo. No voy seguido, pero me sucede eso. Las misteriosas razones que tenemos para movernos, para dejar las cosas intactas. En el bar, al aire libre, leí el libro, completo, por última vez.
Y leí:
“…vos pensaste en las extrañas combinaciones que ofrecía el castellano, o la vida tal vez, la de los sueños no consumados, la de las posibilidades abiertas en el corazón de las cosas y, sin embargo, no verdaderamente abiertas, que quedan girando –apacible o furiosamente- por siempre bajo un cielo de estrellas”. Después caminé un rato, miré los árboles. Creo que es un momento en que todos miramos los árboles, nos hacemos de alguna manera la pregunta de Bertold Brecht:
¡Qué tiempos son estos en que
hablar sobre árboles es casi un crimen
porque supone callar sobre tantas alevosías!
Soy muy hipermétrope ahora, de modo que debo aguzar la vista para el detalle de las hojas, de la luz, del camino que nuevamente me traerá y me llevará a un libro, y especialmente para mantenerme siempre en movimiento, para que las posibilidades abiertas en el corazón de la cosas sigan abiertas, se inventen, con rigor, intactas, y se esté a la altura de adorar lo nuevo, ya que el castellano nos ofrece esa posibilidad.

jueves, 17 de marzo de 2016

Presentación "PARTO, un tríptico", de Moira Irigoyen


Nos complace comentarles que Ediciones La Yunta publicará un nuevo libro: "Parto, un tríptico", de la escritora Moira Irigoyen.

Moira es Licenciada en Letras de la Universidad de Buenos Aires (U.B.A). En 1997 ganó el 2º premio del concurso de cuentos "Haroldo Conti" con "Vegetaciones". Publicó la novela "En el fondo de la materia crece una vegetación oscura" ( Paradiso), el libro de cuentos Combustible (Longseller) y algunos cuentos y relatos orientados a la literatura infantil. 
Por su libro “Ese verano” (El Fin de la Noche), fue finalista del Concurso novela Página/12 2007, y obtuvo una mención del Fondo Nacional de las Artes.


El día jueves 31 de marzo a las 19:30 hs se realizará la presentación del libro, en Casa Brandon, a cargo de Gloria Peirano.

Los esperamos!!!



sábado, 12 de marzo de 2016

Encontrá tu libro Ediciones La Yunta en "La Noche de las Librerías, en CABA".

La Avenida Corrientes se convierte en peatonal entre las calles Junín y Libertad, desde las 18 hs del sábado 12/03 hasta las 01 hs del domingo, para que puedas pasear por las librerías de la Ciudad y dejarte llevar por la magia que sucede cuando abrís un libro. 

Aprovechá para encontrar tu libro "Ediciones La Yunta" y dejarte llevar por sus géneros Narrativa y Poesía. 


 

miércoles, 10 de febrero de 2016


Luna de papel, por Agustina Ortiz

Ediciones la Yunta ha publicado dentro de su serie Poesía el libro Luna de Papel de la escritora Agustina Ortiz. 

El 20 de enero de 2016 se presentó el libro en  Café L´Amar, ciudad de Munich, Alemania.


 
Luna de papel de Agustina Ortiz, editado por Ediciones La Yunta –pequeña editorial independiente argentina gestionada por tres escritores-, es un libro que me permitió entrar nuevamente –luego de la lectura de su libro de poesía anterior El eco de las sombras (México, 2012)- a su poética, a su modo de pensar el lugar de la escritura y cómo la poesía puede dar cuenta de la existencia y la experiencia de una mujer, de muchas mujeres, como las que pueblan este libro. Mujeres que me traen ecos de aquellas que están presentes en los libros de nuestras poetas favoritas, como Alejandra Pizarnik, la gran Ana Ajmátova, la sufrida Marina Tsvetáieva, por nombrar algunas. Poetas que escribieron desde la desesperación, la pulsión, el desarraigo y la soledad.

En Luna de papel se respiran esos ecos, como lectoras y lectores, nos sumergimos en una escritura que nos convoca al dolor y a la necesidad de dar cuenta de él, a la angustia y al desamparo, a la incomprensión y, también, por qué no, a ciertos atisbos de felicidad. La escritura, además, es en Luna de papel  la posibilidad de decir los secretos. Como dice Agustina Ortiz: “los secretos, esos interrogantes de familia como tapones negros de arena, arrinconados dentro de los siglos, me carcomieron la luz del pelo, el esmalte de los dientes y de las zapatillas verdes de charol”; o, más adelante, “mudez de los labios ancestrales”.La escritura es la posibilidad de conjurar los miedos, de hacer hablar a los secretos, de escribir la experiencia como forma de procesar el dolor y  como modo de construir, como dice Agustina Ortiz en Luna de papel, “memoria que comparto con otros/que salen a recorrer laberintos de palabras”. 

Las palabras, la letra, la escritura estallan, pierden sentido o se resemantizan en el decir, así Agustina Ortiz en Luna de papel  escribe “arden las palabras por donde arrastro una maleta negra” o “la muerte desmenuza los nombres” o “del aliento salen/los códigos borrosos/ la sospecha de las lenguas”.  El lenguaje, la posibilidad o necesidad de decir, en este libro, se construye también en dos lenguas, la de acá y la de allá, la propia y la ajena, en un mestizaje lingüístico que es otra de las formas de la palabra.

Luna de papel es también el cuerpo, los cuerpos, hechos escritura. El cuerpo como materialidad, con sus humores y sustancias humanas, como experiencia sexual donde una mujer tiene orgasmos y habita su sexualidad libre: “cuerpos/ tallados/ lamidos/ mordidos/ chupados/ en la embriaguez caníbal/ de todos mis hombres y de todas yo”. Como identidad en tanto “cuerpo mestizo” o “multitud de rostros/ habita mi cuerpo transparente” que deja marcas en esa mujer atravesada por las fronteras de su vida nómada. El cuerpo es también en Luna de papel objeto de violencias, puede estar marcado por el golpe o la indiferencia, es la superficie donde otros dominan y mandan desde una matriz androcéntrica y un orden simbólico machista: “En una confesión de sobremesa, sin dogma, entendí por qué el temor a los hombres y la reclusión de las mujeres en los patios de mis casas y mi rebeldía que empezó como un punto de lluvia y terminó en culebras de agua, revoloteando dentro de la fiesta con lobos”. O, en otra poesía, las mujeres “somos/ astillas de huesos/ vaginas rotas”.
El cuerpo es también lo que otros miran o ven en él y en la mujer. Es apariencia y experiencia, fiesta y desgracia, libertad y dominación: “sus ojos enredados en sus cuerpos”, “una cárcel del tamaño de mi cuerpo”.

Luna de papel nos sumerge en una vida, unas vidas atravesadas por el viaje y las distancias, el estar entre mundos, entre espacios geográficos liminares, fronterizos, ajenos, extraños. EE.UU, México y Alemania como tres topónimos que se construyen en palabras, sitios geográficos, nombres de un río o experiencias situadas a partir de marcas culturales. El nomadismo, el exilio y el desarraigo –como en El eco de las sombras- están presentes y se hace carne en Luna de papel. Cada lugar es también unos olores, unos paisajes, ciertos nombres y ciertas personas. Cada lugar es la muerte, la alegría o la soledad. Son las abuelas, la madre, un amante o un amor abandonado. La llorona, Frank Romero, Ernst Ludwig Kirchner, Venice Beach o el río Isar.

Luna de papel es un libro que lleva a un universo conocido por mí, el de aquellas mujeres poetas que decidimos hacer de nuestra literatura la experiencia de la soledad, ese habitar entre murmullos con nuestra desesperación y hacer de escribir un grito o conjuro para, a pesar de todo, elegir la vida, la escritura y la literatura.
                                                                                               Valeria Sardi 

lunes, 21 de septiembre de 2015

Somos sobrevivientes…

 Somos sobrevivientes…[1]



[1] Este texto pertenece al libro El viaje del provinciano (Laura Estrin, en prensa) 






La Follía Utopística vive en la lengua de Roberto Raschella. Lengua al borde de la vida, que se ve, que se deja retratar. Dos hombres en un cementerio: padre e hijo. Ni viajeros ni testigos, sobrevivientes. El hijo se pregunta, habla, anota la vida; lleno de palabras, de historia. Vivir es recordar, historiar, nombrar la familia, el camino familiar: la naturaleza propia. Y la lengua viene de las palabras que le pertenecen: adjetivos doblados en verbos, nuevos movimientos del italiano traído por los padres.

Siempre en Raschella la literatura es la reflexión de la tragedia del XX, vieja contienda en nuevo relato que sostiene otra vez la vida dejando atrás ese mundo imposible, la utopía perdida, aunque encontrando formas para decirlo.

Fin de la esperanza, viejo tema renovado aquí. Despojo, piedad y muertos propios: la madre. Desde el comienzo se trata de eso. De lo que siempre se trató. Desde Diálogo en los patios rojos. Un solo libro de diálogos es toda la obra de Roberto Raschella: "No todos los diálogos humanos se establecen en el acto, o palabra por palabra..." –dice La follía Utopística. Diálogos que son una larga enumeración monologante de milagros y tristezas, nombres y figuras que azotan la vida y la muerte. Una conversación a solas con breve familia que no se apaga. Raschella es un sobreviviente de su lengua y de su propia obra.

Vuelve a escribir y desafía toda modernidad ilusoria con su original retorno repetido: en los desusados-desoídos nombres que pone, en viejos revolucionarios perdidos, en conocidos mitos. Modo que solo pocos escritores tienen: reescribirse, solo eso. En la contemporaneidad Leónidas Lamborghini, Héctor Libertella y Hugo Savino, en diferentes políticas de la lengua y del relato.

Un fragmento de esa lengua son esas casas ajenas en que se vive y de las que  uno se aparta en tristes mudanzas, renovado cruce con la obra de Hugo Savino, allí donde emigrados de sucesivos desplantes hacen el retrato de la pobreza del origen convertida en oro de la escritura. Anota Raschella en su nuevo libro: "Y las mudanzas acercaban locura y muerte".

Confía Raschella en que no escribe temas sino que se sostiene difícil estructura. Donde se pierde –asegura- más de lo que se recupera… Porque temas hay pocos, dos: la vida y la muerte. Aunque está también su música: la ópera, el tango y la milonga. Y el relato se queda pensando en los que bailan y los que escuchan pero siempre se trata de los que tienen visiones: "Visiones, todas visiones, entre vida y muerte".

La follía utopística es una historia pero también es la historia: de generaciones, de hermanos y mundos idos: "la condición de hermanos pide siempre un tiempo de reflexión antes del reconocimiento" –dice aquí.  

En las páginas de Raschella siempre se trata de una moral,  de una manera de vivir y esperar, por lo que todas las frases son columpios de experiencia. Dos veces pide al padre:" Quiero que entiendas". El alma clama detrás de la voz que se escuche ese cierto saber solitario, de la esperanza, del amor, de la follía utopística.

Y el relato se arma en apartados. Si el todo es llamado 'jornada', ese día en La follía utopística tiene 8 partes. Amable repartición y escanciado de epígrafes distintivos.

Entre tanto y entre finos arrobos de palabras va contando tartajeantes pedazos de historias, de amor todas, de familia todas, historias que se mezclan entre la música de sabidas óperas. Con nombres que se hicieron historias comunes y por eso van con minúsculas. Los personajes-nombres –la literatura de Raschella es la alegría de los nombres- caen unos en otros: Clemar puede ser Rino... Aixa es…Y las palabras-ahora-historias anudan preguntas en la madre, el padre, entre las manos, la bondad, el secreto y el olvido. Por eso el hijo narra, cuenta los interrogantes posibles de esas vidas. La bondad que lleva tal vez a la poesía y de "la muerte que suele ser irónica también"... A cada milagro un nombre, dice el libro.

Y la lengua-estructura que escribe nos hace seguir leyendo. Un reloj sincronizado al tiempo, también al tiempo histórico, donde si algunos se resistieron a explicar sus pasajes, sus fragmentos, otros corrieron a organizarlos, mientras Raschella siguió escribiendo, haciendo coincidir cuerpos y palabras. En ellos, desolación y miedo se comparten, alguna cobardía se sabe y dice.  Pero lo que brilla aún en la obra de Raschella es la idea, la que además gobierna toda su poesía. Ética-estética sin salto o luego de él, un origen que parece anterior a todo inicio.

Raschella no escribió desde siempre. Primero fue otras cosas. Raschella dejó algunas utopías: "Pero es cierto que el sol no sale para todos, y el sufrimiento no embellecía a nadie, y nuestras ocultas melodías debían ser calladas: Era una gran pérdida de amor, una gracia abandonada que muy pocos podían recoger" (La follía utopística). Un genial nombre, el del reciente relato de Milita Molina se acerca a este camino de escritura: son también aquí las destrezas del desesperado, un infortunio potente. Es ese algo con que los sobrevivientes sobreviven, piadosos esperanzados en alguna técnica que reversione una única revolución. Eléctrico aguijón por el que se sigue escribiendo.

Raschella hizo cine: lo dice, lo recuerda. Un mundo que triunfaba, las mujeres que podían, Lenin resucitado, luces que hacían señas en la juventud que ya tenía su fracaso. Por entre todo eso, las preguntas pequeñas, diáfanas: Una mujer sarcástica que con o sin lluvia usa un piloto –anota La follía...

Estos diálogos de Raschella luchan, encuentran y tornan variado el poder decir, el poder escribir. Son viejos diálogos caminantes. Y lo dicen: "Viejos y ofendidos". Por supuesto que ninguna polifonía: solo un narrador vuelto voces. La literatura como un anillo o agujero. Lo que aprieta y sin embargo se pierde igual, lo que se cae, un revoltijo de cosas-recuerdos donde no se trata de estética sino de un modo o manera. En Raschella, desde el título, se vuelve con palabras arrumbadas, que no son cualquier cosa, son "manifiestos", esos papeles que envejecen pronto pero que él se place en recomponer y traer cuando se "lavan fachadas" y la política es sonreír cínico. Figuras fantasmales que no temen la excesiva metáfora.

Es una literatura fuerte –adjetivo que siempre le place-, hay que poder aguantarla, como la aguanta bien su propia lírica que la separa de pesadas formas, pesadas montañas como las de las novelas de tesis o las de la más cercana contemporaneidad que por pura expresión abandonan la única potencia: la impresión del autor, la impresión del lector. La follía utopística se salvaguarda de semejantes torturas en la libertad de escribirse a sí misma otra vez, inmodesta filigrana de reconocerse autor. Otra vez, a la italiana, Raschella traspone palabras, las pone detrás de los sustantivos que el castellano espera: "la casa mía", y así algo juega y algo abre. Por eso sobreviviente. De varia e infusa realidad sombría.

"Pero siempre ha sucedido que toda alteración profunda de la vida hasta ayer considerada normal obliga a recluirse en sí mismo"- escritura que hace saber. En los epígrafes también o cuando el padre dice casi en oración al hijo que narra: "los sueños son crímenes cuando no quieren hacerse realidad... Un sueño que solo fue sueño... Destruye a quien se le acerca...": Saber de palabras. Saber poder decirse una vez más.

A Raschella se le agradecen las palabras que hacen saber, como cuando dice que el sol es una idea de lejanía, como cuando dice-sabe que las palabras una vez dichas nos persiguen hasta que las concretamos, palabras de amor -dice el relato o el padre en el relato. "No hay modo de deshacer la palabra... No hay modo de extraviarla en el Infierno..."

Raschella también sabe que "entregar la vida a cuenta de una buena idea no es bueno, como le sucedió a tu padre... La mente es siempre una pobre sombra". Saber del arte que se alcanza y saber del que no se alcanza. Porque el corazón nunca perdona. Y Raschella sabe que el tiempo de la utopía es fácil. Es mejor trabajar, es mejor la tristeza que la sinceridad -escribe. ¿Realismo? De ningún modo: Sobrevivencia. Y mientras el relato-voz avanza, el saber se encona y pregunta. Y exige: seguir sin seguir a nadie. Y siempre el encuentro de opuestos: Amor como furor y culpa.                                    

Raschella escarba, es un buen buey empantanado -como escribió alguna vez-  que vive entre palabras encontradas como en la casa encontrada, el nombre de su último libro de poesía. Raschella vuelve con palabras en desuso, con bellas palabras encontradas, algunas dobladas del italiano como siempre lo hizo en su obra. Escritura toda poesía: “somesa, brívido, baratro, bufera, gara, aguzinoz” y el “rúvido” de obras anteriores. Y los ríos de esas obras también: El Turbio y el Claro. Hay miles de esos encuentros por página: dialecto que lo seduce -dice por allí. Palabras de época, palabras de zona una vez más. Palabras que hicieron cosas: "y acaso eran solamente palabras de religión con los pies en los aires y la cabeza en la inmensidad" (La follía utopística).  Mucho más que representación, transposición. Purísima historia real que puede reescribirse entre "poetas geniales y los linotipistas, enemigos naturales entre sí, salvo en el caso de algunos poetas artesanos".

Es Pavese revisitado. Y, por supuesto, su “terra trema”. Raschella repasa los infinitos nombres de las palabra y todo el tiempo asegura que por más metonimia las cosas se ajustan en sus opuestos: El invisible enemigo tiene infinitos nombres y una sola condición, dulce y feroz sentimiento, pero no es ditirambo de ´todo pasado fue mejor”. Si llovió en Siberia –como pone el relato-, puede hacerlo aquí, pero: ¿aún ahora?

Quizá pudo habérselo dicho-escrito más sencillo: ¿sería lo mismo? Porque aquí hay Historia, Pasión, Manufactura (terribles mayúsculas), Trotski otra vez asesinado… ¿Más sencillo?: Se trata aún de la revolución. Raschella anda ahí, por eso sobreviviente: es de los que insisten para siempre como Libertella, y en numerosos lugares nos lo recuerda: "Y sería imposible abatir la follía, que es mezcla de alegría y de locura, y que forma parte de toda razón humana, pero se respondería a ella solamente con la gioia, que es alegría de comedias, y así toda tragedia se extinguiría en muerte pura y semejante...."

Pero no sobrevive reponiendo nostalgia. La nostalgia la tenía ya de joven, ahora  se trata de escribirla una vez más, retratar esas imágenes que vuelven y dicen que resistir, avanzar callando y aceptando, es claro movimiento religioso, siempre... "No estaba de más recordarle a Dios sus deberes con la humanidad en general y con la familia nuestra en particular, pero sin una lágrima, sin una esperanza. Así, entre sumisión y rebeldía, como queda dicho, entre resignación y en el sofferto silenzio".
 
                    
La follía utopística, una novela como un catálogo del tiempo vivido. Retahíla de mujeres, hombres, viejos, bien escritos, solapados por la tristeza o la desatención de la historia, actrices y actores recordados vivos en antiguas escenas mil veces vistas: "Era todo tan huidizo, tan mísera era la propiedad de fijar el fantasma de cada cuerpo sometido a la luz y al movimiento". Belleza lírica que arropa el pasado pero descubre la tristeza presente. La alegría de las palabras es la tristeza de los cuerpos: Raschella encuentra hábiles palabras para descampados seres.

Y la ciudad. Y las calles. Una frondosa y deshilachada corte de los milagros: suplicantes, dolorosos, apartados, mezquinos –como anuda el relato.

La escritura de Raschella invita a la escritura. La fina descripción hace de las suyas en lectores cercanos a ese mundo perdido y abandonado por casi todos. Como perros humanos -como allí se sabe. Escritura fiel al mundo como perro fiel de la soledad.
La soledad repasa la melodía de su obra: ¿"o estar en compañía, sin preguntarse por el afecto" es posible?

Soledad fiel, fiel a palabras de época como la acaroína con que se espantaba a esos mismos perros. Palabra como adjetivo del tiempo. Siempre uno solo: “seres atrabiliarios”, “monjes invertebrados”, “simple presencia”. Y se sigue hasta el infinito este modo de mirar el pasado propio y ajeno a la vez, por deseado-incumplido. Pero todo eso es solo la espera, la espera de esa utopía temprana y tempranamente caída. Una teoría dicha con todo lo que arrastró, con todo lo que llevó y trajo de desilusión, pero de nunca perdida inocencia. Inocencia loca, de la paz y de la guerra que es la que arrastra la follía utopística.

Una literatura que viene de atrás, un nuevo libro que arrastra otra vez el “País” que Raschella trajo en todos los anteriores. Todo dicho: "mundo cerrado, núcleo del arte". El devaneo justo de la voz del relato sabe qué dice, sabe qué arma. Arma un hilo continuo donde una luz del presente, la lengua, hace vibrar esa misma cuerda que lleva al pasado: "la realidad suele presentarse como una terrible fosforescencia del pasado". Y la literatura la repite, la vuelve a poner. Literatura cuyo motor, la nostalgia, no sé si será perdonada. Pero es
la realidad-verdad de su lengua la que va recorriéndola.

                                                                                                          Laura Estrín